Dedicado a un niño con algún trastorno mental , al que una vez conocí y no he vuelto a encontrar.
Fue una tarde , caminaba rápido , con ese apresuramiento marcado por las cadenas que nos autoforjamos; y captó mi atención en un instante, como un pequeño destello, que a mi derecha, sentado en la esquina de un largísimo banco de madera, se hallaba un niño de unos seis a nueve años, no podría determinar su edad. Era muy menudito, moreno y sus piernecitas le colgaban como si fuesen de marionetas.
Un segundo bastó para seducirme. Paré el tiempo, me arrodillé junto a él en el suelo y así podía mirarle a los ojos, frente a frente, y sus piernas quedaron quietas junto a mi torso. Inicie una conversación sin respuestas, empezando a ser consciente de que alguna anormalidad guardaba.
Me topaba con un diminuto ser inexpresivo, quieto, pero en su rostro percibí que me escuchaba. Seguí hablándole y en breve clavó en mí sus enormes ojos. Advertí que el niño estaba agusto con mi acercar, y se inició una transmisión de elementos cariñosos, sensibles entre los dos.
Su cara reflejaba alegría, y si hubo algo mayormente mágico y maravilloso fue que, a través de esos inmesos y formidables ojos, pude ver el universo entero. No exagero, la primera y única ocasión en la que toda la inmensidad del universo se asomó ante mí.

Así era la infinita inocencia de su mirada.